martes, septiembre 08, 2009

Era la Tercera vez que Cruzaba el Charles Bridge (Parte 2/3)

Caminar por las calles de Praga es un espectáculo, y yo lo hacía con mis dos nuevos amigos. Reía a carcajadas ante cualquier gesto de mis amigos. Tenía el cuerpo anestesiado y me sentía encantado de andar en grupo de amigos.
Todo iba de lo mejor hasta que una gitana claramente embarazada nos cortó el paso y se comenzó a ofrecernos tener sexo ó algo por el estilo, toqueteándonos por todos lados uno a uno y a pedirnos una limosna. Cortésmente nos alejamos de ella, y a pocos pasos de nuestro encuentro, el slovaco que no hablaba mucho urgaba en sus bolsillos como si le faltara algo, volviéndose raudamente a grandes trancos hacia donde la gitana, a quien tomó del pelo por la espalda arrojándola violentamente al suelo para montarse sobre ella darle cachetadas en la cara y brazos. No lo podía creer. Estaba absolutamente atónito ante la imagen de golpes y gritos desgarrados de una mujer embarazada sobre el adoquín húmedo en la oscuridad de la noche donde no había ninguna otra alma presente, hasta que la gitana de debajo de sus faldas dejó caer una billetera de cuero abultada, y justo cuando como si viniera de ultratumba, entre el eco de las sombras, una voz que venía trotando hacia nosotros, anunció von un grito su entrada.
¡Juro que nunca había sentido tanto miedo en mi vida!.
No habían pasado ni diez segundos y a tres metros de mí, yacía en el suelo una gitana con sangre saliendo de su nariz gimiendo entre toses, y a no más de veinte metros detrás de ella ya corría hacía nosotros la imagen perfecta de la muerte salida de la nada como suele hacerlo, vestida en chaqueta de cuero y con un cuchillo cuyo reflejo en la noche encandiló hasta el alma.
Atónito, los slovacos me arrastraron de la polera como diciendo: ¡Corre por tu vida!
Escapaba de la muerte que me perseguía literalmente sobre mis talones con su afilada hoz, mientras saladas lágrimas salían de mis ojos.
Corría y corría por mi vida en la más indescriptible instancia de estar al borde del abismo, conciente que podría ser perfectamente el fin, en una ciudad donde mi cuerpo hubiera tomado semanas e incluso meses en ser reclamado.
Adelante corrían mis amigos, y la sensación de sentir que lentamente centímetros me alejaban de ellos por mi velocidad, era una tortura.
Doblamos en una esquina después de dos ó tres calles, y uno de los slovacos disminuyendo su velocidad expresó algo como diciendo: “Ya se fue...”.
Con el tiempo inferí que la sombra que nos perseguía era algo así como el protector o el proxeneta de la gitana.

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